martes, 29 de junio de 2010

Ejercitando la memoria

Dicen que recordar es doloroso. La sinceridad ante todo me lleva a expresar lo contrario. Cuando yo me acuerdo de algo es porque quiero hacerlo, y quiero hacerlo porque no es una sensación desagradable. A quien le guste sufrir por convicción, que levante la mano.

Todos los días llegaba como mula asoleada; así decía mi abuelita - Ay mija pendejita, has de venir muerta de hambre- mi abue tan expresiva como siempre. Yo no sé cómo la aguantaba, no a mi abuelita a ella la quiero de más, sino a aquella joroba de empastados y cientos de hojas que cargaba de ida y regreso del colegio todos los días. Los dedos de los pies engarrotados, ya no sabía si sangraban o sudaban, tal vez las dos cosas; adoloridos, ardiendo como brasas. Las calcetitas hasta el tobillo, la falda debajo de la rodilla, una camisita percudida y peinada de colita de caballo, al final del día toda desgreñada; típico, clásico, bla bla bla, etcétera.

Dicen que ciertas personas son más olfativas y otras más orales, pues ¡yo soy las dos cosas! Entraba y corría a la mesa. La cocina de mi abuela siempre fue como un laboratorio, teníamos prohibido entrar mientras ella llevaba a cabo el experimento; o más bien era como un taller de alquimia, porque ¡ay qué sazón tan sagrado! Y yo escuchaba los grillitos, y el burbujeo, y los golpecitos, y los metales, y el tren que se acerca, y los instrumentos de viento; de repente ya era una gran orquesta, y el director: la abuela, y mis tripas: el público impaciente.

Saboreaba lo salado, lo dulce y sobretodo lo picante,antes de que mi paladar lo conociera físicamente, a través de ese humazo que atrapa y enamora (como el que en los anuncios y caricaturas expelen los platillos recién servidos, tan real como el calentamiento global, que te hace sentir culpable por lo inevitable; porque de niño y de grande te educan a base de absurdos, “que come bien pa’ que crezcas grande y fuerte”, “que la gula es un pecado y de los chonchos”). Yo me remonto con constancia a aquellos días, porque los recuerdos sensitivos son tan mágicos como saboreables, casi como la cocina de la abuela.

Un tarde venia así nomas, ya quería llegar a la casa a comer, cuando de la nada se me vino encima una de esas vibras que te atacan por la espalda, que sólo sientes como que se te monta un algo o alguien y te oprime feo feo, te desgarra la piel y te hunde los colmillos. Me prensó inadvertidamente. Se me bajó el estómago, me abrazó un frío eterno. Sentí los pelos de los brazos parados todos en un segundo. Un zumbido. Cerré los ojos y grité con todas mis fuerzas. El bloque ese que traía en la espalda cayó como bulto de cemento. El suéter y el kilo de pechuga de pollo que traía en las manos, salieron volando a no sé dónde. Yo corrí despavorida.

Lágrimas, ladridos, lágrimas. Una señora me detuvo (para ese momento sentí como que me escurría agua por las piernas) me dijo sabe que cosas y me abrazó bruscamente, embarrándome sus senos en la cara. Me sentí protegida, tengo que aceptarlo, porque dejé de llorar.

Llegando a la casa, mi abue no me dejó sentarme en la mesa – No mija, mejor alrrato que se te pase el susto comes- me dijo como para castigarme; como cuando me caía, lloriqueaba y, para rematar, me metían un chingadazo- Por pendeja- decían.

Me dio uno de los bolillos que ponía en la ventana a endurecerse para preparar capirotada, mientras, me limpiaba la sangre que escurría de mi pierna tiñendo color carmín las calcetitas blancas y zapatos de correa.

1 comentario:

Unknown dijo...

Venga, agradable texto, continúe así. Saludos y un abrazou...