martes, 29 de junio de 2010

Re

Re (Del lat. re-).pref.-repetición, movimiento hacia atrás, intensificación, oposición o resistencia, negación o inversión del significado simple.

Un hombre con ningún rasgo característico que valga la pena nombrar, un hombre cualquiera, con una actitud cualquiera, a la salida del metro, detiene a una mujer de golpe. Ella no lo evita, sólo se miran. Segundos más tarde él le entrega un puñado de hojas arrugadas, una carta. Ella las hojea y comienza a leer. Una escena bizarra que nadie observa, todos llevan prisa.

La carta dice:

Tengo una historia que contar que probablemente ya conozcas. La anterior, quizá no sea la mejor frase para comenzar un escrito, sobre todo por el desinterés que puede provocar en el lector. A mi parecer el reconocimiento es un acto poco agradable para el género humano; no sé si para el resto de las especies, pero a nosotros los hombres las repeticiones nos causan cierta abulia. No quiero evitar de ninguna manera que esto sea leído. Entenderás más adelante que reconocer puede tener distintos significados.

Se escribe para que cualquiera lea, de igual manera que se habla esperando a que alguien (quien sea) escuche. Sé, y lo afirmo con seguridad, esto lo leerá no sólo la persona para quien fue escrito. No importa. Lo entenderá únicamente ella. No pretendo excluir a quienes por azar se encuentran descifrando estas palabras; sólo me parecía necesario aclarar que esto que escribo, aunque lo escriba ahora, para cuando tú lo leas será demasiado tarde. Lo habrán leído varios sin entenderlo y sin valorarlo, desviándolo de tu camino, porque precisamente ese es su destino: retrasarse. Pero ¡qué hago yo hablando del destino!

Ahora me dirijo a ti (como siempre lo he hecho). Todas nuestras vidas hemos de estar uno delante del otro. Alcanzándonos por momentos, nos rebasamos, no entendemos. Nos conocemos y nos olvidamos sólo para volvernos a conocer. Siempre que te encontraba, te decía que ya nos habíamos conocido, tú lo negabas y no espero que esta sea la excepción. Sé que no tienes memoria, y sé que yo tampoco. Aunque es sólo un decir, porque de ser así ¿cómo recordar que no recuerdo?

Es una cuestión enredada y explicarlo no basta. Existe el recuerdo, después el olvido. Más bien: primero olvido y después recuerdo. Recuerdo que había olvidado algo que recordé después de olvidarlo… Existe vacilación en mis palabras a razón de que no tengo precisión ni medida de mis recuerdos. Siempre he pensado que mis palabras son como niños prematuros que salen de la matriz sin advertencia.

Siento que huyo de las palabras (tal y como huyo de ti). Más me persiguen y más acelero el paso. De vez en cuando me alcanzan, sólo por poco tiempo llegan a atraparme. Pienso que yo no las busco, y que son ellas quienes corren detrás de mí, acechándome, porque quieren existir; entonces las complazco y dejan de fastidiar. Es cuando existen que me arrepiento por no haberlas conservado mías. Comprendo que quien las coge, o sea el perseguidor, soy yo.

Algún filósofo fatalista (sic) escribió que el conocimiento no es nada más que el conjunto de nuestros recuerdos. Aunque lo tome con filosofía estoy jodido. Si deseas, puedas dejar de leer ahora.

Cuando te conocí paseábamos en el parque. ¿Te acuerdas? Compré un algodón de azúcar que me pareció fantástico, psicotrópico, la felicidad teñida de rosa. Y recuerdo que parecías un colibrí, con tus mascadas alegóricas y aretes de mil flores. Brincabas, como que volabas, entre la gente indiscreta que caminaba en círculos. Fui dueño de la felicidad y se derritió en mi boca.

Jugabas conmigo, ¿recuerdas? Apenas nos conocíamos y te dije que lo que más me gustaba de ti era tu colorido. Demasiados colores para nombrarlos, y tu olor a vainilla, y tus pupilas profundas; ¡apuesto a que era el efecto del colorante rosa! Podía encontrarte a kilómetros, en medio de una multitud. Me abrazabas tiernamente. Eras una niña que jugaba. En aquel entonces dijiste muchas cosas que ahora no recuerdo. Ese día también soñé que te perdía definitivamente y nunca volvía a verte. No me digas que no lo soñaste tú también.

No sé si aquel árbol se acuerda de cómo me mirabas cuando yo sonreía, sonreía gracias a ti. Tomé la primera foto desde arriba de aquel árbol. Yo arriba, tú abajo, alzando los brazos hacia mí. Aún no me tocabas y ya me hacías sentir seguro. Aquél árbol…¡sí!, él debe recordar tu mirada. Él debe recordar que yo era tu espejo, o tal vez tú eras el mío. Éramos uno.

Amo esa sonrisa reprimida que siempre muestras en las fotografías; a punto de quebrar en llanto y al instante reír a carcajadas; burlándote de lo jodida y a la vez fascinante que son nuestras vidas, tan corrientes como una instantánea.

Es difícil no tener que recordar, te apoyas en pendejadas. Te digo esto porque he intentado insaciablemente recordar los momentos observando las fotos, tratando de reconocerte, quizá algún día recuperar... Es triste ver como el hombre busca refugio en el espíritu fortuito de las cosas. Busca, busca y busca; nunca encuentra.

El lugar se detiene. Los ojos de la mujer se iluminan por un momento. Desvía la mirada, el flash le ha lastimado la vista. Enseguida entrega las hojas con fuerza a su dueño, quien agita la recién impresa foto. El contesta a tan insolente gesto:

--¿Qué no me conoces? ¿Estás segura? Creo que la memoria es maleable. Me refiero a que puedes fabricarla, moldearla a tu manera. Como te decía - -ahora regresa el manojo de hojas a la dama— a veces comienzas por olvidar, tú lo has hecho, pero el olvido viene de la mano del recuerdo.

La carta continúa:

Uno nunca sabe. Yo no creía en el vacío absoluto, yo no creía en tantas cosas. Un día (¡que dijo un día!...¡una noche! ¡una vida!) desperté y no recordaba cómo te había conocido. La verdad es que ahora que pongo en orden las ideas todo apunta a nunca lo hice. La realidad era que estabas presente intermitentemente. Comenzaste a aparecer no sé desde cuándo.

Si intentara recapitular todas las veces que te he conocido (que te he reconocido) no terminaría. La más precisa, la que mejor recuerdo, la que te contaré, es aquella ocasión que desperté a lado tuyo.

Si preguntas cómo llegue ahí: no lo sé. Si preguntas cómo me encontraba ahí: con tremendo dolor de cabeza; tan fuerte que lo primero que se me vino a la mente, fue que había recibido la patada de una mula en la nuca. O probablemente había caído de un octavo piso, porque al segundo siguiente, pude constatar que el resto de mi cuerpo dolía de igual o peor manera que la esfera pesada pegada a mi cuello que, pensaba, tal vez se había convertido en un enorme tumor.

En un acto de reconocimiento no pude asegurar cómo terminé acostado en aquella cama a lado de una desconocida. ¿Qué hacia ahí?: pregunta que pasó a segundo término cuando te miré dormida, con una ligera sonrisa dibujada en el rostro. Tu belleza me hizo olvidar que había olvidado. Pero tampoco tenía una idea preconcebida de la belleza, me sentía un recién nacido. ¿Cómo entonces podía estar tan extasiado con tu cuerpo a mi lado? ¡Claro que recordaba! Posiblemente no los detalles, eso era obvio, pero te conocía de otros tiempos. Hasta ese preciso momento entendí el sosiego de la ignorancia supina. Había decidido no preocuparme más por resolver mi problema de memoria. Mejor quedarme sumergido en aquella situación poco desfavorable.

La música fue lo tercero que note, porque hacia vibrar el piso, el colchón y mi anatomía pesada que no se decidía a reaccionar ante mis órdenes. Escuchaba un silencio, a pesar del beat prolongado que marcaba pulsación por pulsación, al ritmo desenfrenado de mis vertiginosas ideas de resurrección. Agradecí aquel silencio, agradecí tu sueño, agradecí el mío.

Me levanté decidido a encontrar el baño, fue un error inmediato. Debí quedarme a tu lado y disfrutar la ingrata satisfacción de no saber nada. Un espejo fue suficiente para abrir la puerta a la insatisfacción, que me reiteraban: esta no era la primera vez. No pude mantener la mirada en mi reflejo. En seguida me vino la inexplicable ansiedad de salir corriendo, con los pantalones en los talones, y escapar de mi presencia. Mi imagen era tan nefasta que podría haber jurado no ser yo quien se miraba.

Me parecía tan ajena mi fisiología, tan desconocida. Yo sé que son cosas que acontecen en todas las resacas; el alcohol, entre muchas otras facultades, posee una propiedad atroz, capaz de hacerte pensar que estás cayendo hacia arriba. Pero estoy hablando de aquella vez en que creí encontrarme en el fondo con tan sólo mirar de reojo mi propia imagen, y juzgarme desconocido y extraño.

Huí del lugar. Finalmente la memoria es un término que improvisamos para encontrar razones y sobrevivir agarrándonos de ellas. Pues yo no encontré de que agarrarme. Esa es mi mayor virtud y mi más grande tragedia: el “no me acuerdo”.

Mientras yo corría fuera de aquella caverna repleta de títeres que danzaban sin energía, imbéciles interpretando personajes; tú te encontrabas dormida, esperando, esperándome probablemente, y así permanecerías hasta dudar de lo acontecido y llegar a pensar que todo había sido un sueño.

Para algunos arrastrarlo todo es asegurar la supervivencia. Para mí no existe un límite entre el pasado y el presente. Intentar explicarme cuándo el aquí y el ahora comenzaron a depender tanto del pasado y en qué momento nuestros sentimientos se convierten en recuerdos refrigerados en nuestra memoria; no está dentro de mis planes.

No hay nada que me revuelva más el estomago que las repeticiones y las costumbres; por eso olvido, estoy seguro de que se trata de un mecanismo de defensa. Me gusta ser así, no me quejo. La reencarnación, los ciclos y el amor sólo evidencian nuestra negación a tan insignificante existencia.

El doctor me recomendó que escribiera esto, aunque puntualizó que con mi problema terminaría escribiendo pura incoherencia. Ya no confió en él, ni en quien se atreva a decir que tengo un problema. ¿Cómo alguien más puede ser capaz de decirme cómo me siento, lo que pienso, dejo de pensar, y hasta recetarme placebos? Si el imbécil leyera esto redefiniría, dentro de su minúsculo vocabulario, la palabra congruencia. Yo no sé el porqué de los sicólogos, siquiatras y cirqueros; nunca podré comprender la obsesión de esta sociedad por superar todo tipo de tragedias y desgracias.

Hay sentimientos que no requieren explicación. Agradezco todos los días tu ausencia porque es lo único que me mantiene cuerdo. En mi vida eres la única constante. No te quiero para mí, por eso huyo. Eres mi musa desde lejos, siempre distante, siempre ambigua.

Ella toma las hojas visiblemente asustada. El mira a su alrededor distraído, moviendo los ojos vertiginosamente, dando vueltas sobre su propio eje, balbuceando algo de suma importancia que por desgracia me es imposible recordar. Ella aprovecha y desaparece entre la gente. Camina encapsulada en sus pensamientos. No se explica cómo logró encontrarla de nuevo. Más adelante se detiene, se seca las lágrimas y, con bastante razón como muchos opinaran, tira los papeles al basurero y sigue su camino.

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